Por Emmanuel Esquea Guerrero
Con la muerte del Presidente Chávez se cumple con
gran acierto lo dicho por John Donne: " La Muerte de cualquier hombre
me disminuye”. Pero tendría que añadir
que ese deceso no solamente repercute en
mi “Porque soy parte de la Humanidad”, como concluyó el poeta
inglés, sino que afecta de manera muy particular a los pueblos que conformamos el Tercer Mundo.
El Presidente Chávez se distinguió por su preocupación ante los males propios de
los pobres del mundo; y muy pocas veces en la historia de las relaciones
internacionales se había visto un Presidente que mostrara tanta solidaridad como la exhibida por él. Su vocación de ayuda no tuvo límites y se dirigió
principalmente hacia sus vecinos
de Latinoamérica.
La desaparición del Presidente Chávez en el momento
más luminoso de su carrera política -acababa de ganar una nueva elección- debe llamarnos a la reflexión sobre la
precariedad de la vida, pues como decían los romanos: Somos humanos y tendremos
que morir.
La realidad de la muerte que llega “como un ladrón”, según
nos dice el Evangelio, nos obliga a estar siempre preparados para su
encuentro. En ese momento se presentarán –como un balance repentino- todos los
actos de nuestra vida y podremos ver de cerca, el resultado. Si salimos exitosos, entonces habría tenido sentido
nuestra existencia. De lo contrario, nos sentiremos culpables de haber
defraudado a Dios, a nuestros padres y a nuestros hijos.
Ese acontecimiento
nos lleva también a pensar en la precariedad de la gloria
humana. “Sic transibus gloria mundi”
dice el ritual del Vaticano. Y ciertamente es así. El Presidente Chávez era un hombre joven y lleno de poder. Amado
por su pueblo y respetado por sus colegas estadistas. No podía pretender mayor
gloria. Sin embargo, la veleidad de la vida dio paso a la muerte y toda esa
dicha se disipó.
Pero felizmente, los hombres podemos vencer la muerte y el fracaso de la gloria
terrenal, si somos capaces de trascender en el corazón de los que nos sobreviven. Y ese es el gran reto de los líderes.
El liderazgo que se pueda experimentar en vida
siempre estará sometido a la sospecha de
las verdaderas causas que lo motivan. Si esas razones no traspasan el simple interés de beneficios materiales o
coyunturales, el liderazgo será efímero
y circunstancial. Por el contrario, cuando el vínculo con el líder es
ideológico o basado en principios apartados del interés personal, haciendo de esa relación una
especie de religión, entonces el liderazgo sobrevivirá a la ausencia del líder
y adquirirá un carácter de perpetuidad.
Ahora que el Presidente Chávez ha muerto es cuando podremos medir la verdadera extensión de su liderazgo. No sé cual será el
desenlace final, pero de lo que no tengo dudas, es de que Chávez vivió luchando por la satisfacción de las necesidades de la mayoría
de los venezolanos.
Se podrá estar o no de acuerdo con su manera de
gobernar, pero nadie podrá negar que el
Presidente Chávez fue un hombre que vivió
y murió por la causa en la que creía.
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