Al
doctor Eduardo Segura
Mi
querido doctor,
Una
misión de los médicos es calmar los dolores y pesares. Y
usted ha sabido cumplir con esa misión a través de toda su vida profesional.
Yo, humildemente, doy fe de su vocación.
Muchos
han pasado momentos tristes de su vida junto a usted, entre ellos yo, sintiendo
siempre su compañía discreta, segura y generosa. Esta enfermedad terrible
contra la cual usted ha luchado tanto, venciéndola miles y miles de veces y
venciendo ella en otras tantas. Hoy, la vida nos ha puesto en la misma
vereda. Nos hemos visto de frente a sabiendas de que en nuestra barca no hay
oro ni espada, tan solo redes y nuestro trabajo. Estamos tranquilos porque sabemos que a pesar
de lo fugaz de la vida, hay una permanencia de los factores afectivos y éticos
en la relación de los médicos y sus pacientes. Usted es ejemplo del galeno que
integra a su operativo científico el vínculo primordial de la condición humana.
Estoy
segura de hablar por tantos pacientes, por tanta gente que ha encontrado en
usted la voluntad necesaria para su curación. Una reposición de la salud, la
palabra franca de un médico que comparte y se integra, en ese espacio humano
que está más allá del pragmatismo, de la frialdad del diagnóstico y que alcanza
la luz del amor, ese don esencial que a todos nos transforma y embellece
nuestra existencia.
Nos
juzgarán no por los bienes ni los títulos alcanzados, sino por la
capacidad de amar y servir. Usted amigo mío, como un santo laico ha alcanzado
la solidaridad y el cariño de vivir en su cubículo y afán puntual cada día,
agrandando su presencia con su sencillez, y es que la vida centellea en
círculos en la mente prodigiosa de Dios.
Ante
usted todo mi profundo cariño, porque usted es más que
conocido, más que compañero, más que todo, un médico con sensibilidad social y
humana que no se rinde, que permanece y que sigue disputando hasta el último
hálito de vida en la esfera de sonidos y ternura de mi corazón.
Ana
María Acevedo
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