Por
JUAN T H
Soy ateo por convicción desde los 13 años cuando cayó en mis
manos el libro “La Religión al Alcance de Todos”, de Luis H Ibarreta, escrito
en 1887. Posteriormente vi morir a gente que amaba sin cometer ningún pecado. A
mis pocos años no entendía como Dios, que es amor, se llevaba para “otro mundo” a seres tan
queridos.
Años después el marxismo le dio forma y contenido político y
filosófico a mi conciencia social. Hasta
Marx y Engels, los filósofos no habían hecho más que interpretar el mundo de
distintas maneras cuando de lo que se trataba, y se trata aún, es de
transformarlo como lo estableció el Manifiesto Comunista publicado en 1848.
Un ateo no tiene más religión que el respeto por la vida. Un
ateo no tiene más Dios que su conciencia. Un ateo no tiene más raza que la
humana. Los colores de la piel no distinguen razas. Los colores de la piel, la
forma y color de los ojos están explicados antropológicamente por la ciencia.
Negros, blancos y amarillos tienen en común la humanidad. ¡Nada más!
Los seres humanos, divididos por fronteras, idiomas y
culturas, tienen un solo hogar: El Planeta que habitan, cada vez más devastado
y degradado por quienes deben protegerlo a toda costa para no atentar, como lo
están haciendo, contra su propia
existencia.
Los países son un invento del hombre y su ambición a partir
de la gran división social del trabajo y la implementación de la propiedad
privada. (El mundo comenzó a joderse cuando alguien dijo, hace millones de
años: ¡Esto o aquello es mío! ¡Cuando el “todos” fue sustituido por el “yo”!,
como dice el poeta Pedro Mir en su Contra Canto a Walt Whitman.
En teoría un ateo y un cristiano son iguales en los
principios fundamentales, más allá de la religión y de Dios, de creer o no
creer. Los ideales no pueden ser más coincidentes.
Dios es amor, dice la biblia. ¿Y si Dios es amor, cómo puede
un cristiano, no importa a que secta pertenezca, odiar a otro ser humano por el
color de su piel o el país de origen? ¿Cómo puede odiar a otra persona alguien
que se dice cristiano de corazón no
importa el pecado o el crimen que otro
haya cometido? ¿Acaso el perdón no es lo divino, como dice el cantautor argentino Fito Páez?
El Cardenal, la máxima autoridad católica del país, parece
un hombre de mucho resentimiento, de mucho odio y de mucha intransigencia. A
los pobres los ha llamado “chusma” cuando protestan. Su “nacionalismo” a
ultranza, no se corresponde con su investidura. Un sacerdote, más si es
Cardenal, no tiene país. Es por eso que puede servir, y lo hace, en cualquier
lugar. El país de un cura está en el otro mundo donde Dios lo espera, es el
paraíso. Un buen cristiano es aquel que
hace botos de pobreza, no el que se enriquece y vive en palacios rodeado de
súbditos.
El rencor del Cardenal hacia los haitianos es inaceptable.
Los haitianos son, ante que cualquier otra cosa: personas. Seres humanos.
Merecen más amor que otros por su condición de pobreza y marginalidad. Hacia
los haitianos debe ir dirigida la solidaridad garantizando que la mano izquierda no sepa lo que hizo la mano
derecha.
Los haitianos no deciden nacer en Haití, ni nacer
pobres. Los hijos de emigrantes
haitianos tampoco decidieron nacer en bateyes dominicanos, ni nacer negros.
Rechazarlos por negros, “feos” y pobres, es una actitud inhumana que contradice
el cristianismo y niega la existencia misma del Dios del amor y la bondad.
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