Por Juan T H
Pedro Henríquez Ureña, hijo de los ilustres Federico
Henríquez y Carvajal y Salomé Ureña, dijo que el insigne profesor y patriota
(más lo primero que lo segundo y viceversa) no lo mató la breve enfermedad que
terminó con su ilustre existencia. “Murió de asfixia moral”.
¿Acaso no será eso lo que sigue matando la sociedad
dominicana? ¿Acaso no será la podredumbre moral, la falta de valores lo que
está destruyendo este país cada día más?
¿No será esa falta de oxígeno patriótico, de veneración a la
“patria bien amada” lo que ha provocado esta incertidumbre, este ahogamiento
colectivo, esta falta de conciencia ciudadana, este culto a la muerte no a la
vida?
En los últimos años el pródigo intelectual Andrés L. Mateo
ha dicho, con sobrada razón, que el país parece perdido dando vueltas en un
círculo histórico que no le permite avanzar hacia una sociedad basada en
valores que le permitan alcanzar el desarrollo.
Es cierto. El país va hacia ninguna parte. No parece tener
horizonte. Va sin brújula y sin capitán. Es como un velero perdido en mitad del
océano en medio de una tormenta. Cuando intenta romper el cerco, como en 1965,
para citar un solo caso, una fuerza más poderosa y cruel que los anhelos del
pueblo, lo impide. (“Aunque hace siglos de este historia, por amarga y por
vieja se la cuento. Porque las cosas no se aclaran nunca con el olvido, ni con
el silencio”, escribió Neruda a propósito de la invasión norteamericana de ese
año.
No sólo el intelectual Eugenio María de Hostos murió de
“asfixia moral”. Muchos otros a lo largo de nuestra accidentada y trágica
historia, los ha matado, sino la “asfixia moral”, algo parecido o similar, como
al doctor Peña Gómez que lo mató, más que el cáncer, el odio de los que hoy han
impuesto una sentencia racista y criminal, entre los que se encuentran algunos
de sus alumnos.
Al profesor Juan Bosch pudo haberlo matado la traición de
sus discípulos a los valores éticos y morales que, al igual que Hostos, tanto
predicó y enseñó, casi como una religión. Tanto es así, que un sabio como sin
duda lo fue Bosch, terminó sus días sin memoria, con sus doctrinas en
lontananza como estrellas perdidas.
Tal vez por eso el poeta nacional Pedro Mir, cuando la “suma
de la vida” era dos millones, dijo que “este es un país que no merece el nombre
de país, sino de tumba, hueco, féretro o sepultura”. A lo mejor él también
estuvo asfixiado moralmente cuando escribió: “si alguien quiere saber cuál es
mi patria no la busque, no pregunte por ella. Siga el rastro goteante por el
mapa y su efigie de patas imperfectas”.
No dudo, igualmente, que Federico Bermúdez, el primer poeta
social del país, al igual que su pariente René del Risco Bermúdez, con “el
viento frio” y su “Primavera para el Mundo”; Franklin Mieses Burgos, con su
“Paisaje con un merengue de fondo”, entre muchos otros poemas, hayan “muerto de
asfixia moral”. ¿Acaso Manolo y sus compañeros del 14 de junio no decidieron
inmolarse por la “asfixia moral” en “las escarpadas montañas de Quisqueya en
1963?
Algunos amigos me
dirán que este es un artículo muy pesimista. Sí, lo es. Pero, ¿no hay razones
más que suficientes para la desesperanza en medio de tanta corrupción, de
tantos despropósitos, de tanto latrocinio, de tanta prostitución política, de
tantos crimines, de tantos robos y de tantas “indelicadezas”, y de tanta
maldita impunidad?
¿Acaso no hay razones para morirnos todos los que aún
tenemos dos dedos de frente para morirnos, como Hostos, “el sembrador” de luces
en el ocaso, de “asfixia moral”?
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