"Todo
el mundo, se puede decir, estaba a la expectativa sobre lo que pudiera ocurrir
ese día, aunque no todo el mundo estuviera invitado al concierto o si,
Invitado, dispuesto a formar parte de un coro donde cantaban voces disonantes".
Bonaparte Gautreaux Piñeyro, El Autor.
El hombre terminó de cambiarse de ropa,
tomó la batuta y se dispuso a salir luego de despedirse de su familia. En la
calle lo esperaba un coro de chupamedias, cagatintas y plumíferos, quienes
aplaudían de modo muy extraño mientras extendían la palma de la mano derecha
hacia arriba.
Al llegar al lugar del ensayo general,
el conductor sobaba la batuta con fruición, se preparaba para dirigir un
concierto, no, el mejor concierto de su vida, el que le garantizaría vivir
tranquilo, sin que nadie pudiera molestarlo porque se colocaría sobre el bien y
el mal, luego de que la orquesta de áulicos cómplices ejecutara la melodía que
los liberaba, de antemano, de cualquier susto futuro.
Luego de ese concierto, el conductor
esperaba que se disiparan todos los nublados posibles, que se enderezaran los
caminos, que las aguas sólo corrieran dentro de los canales prefabricados y que
nunca más pudieran salir del cauce.
El concierto era muy esperado. Todo el
mundo, se puede decir, estaba a la expectativa sobre lo que pudiera ocurrir ese
día, aunque no todo el mundo estuviera invitado al concierto o si, Invitado,
dispuesto a formar parte de un coro donde cantaban voces disonantes.
Entonces se pusieron a unísono bocinas
y pregones, cartelones en las esquinas, aviones que hacían pindilú, cabriolas,
mientras ondeaban un rabo que decía que ese conductor era el mejor, que su
música era de aceptación total, pero otros decían y entendían que “nadie es
monedita de oro para gustarle a todo el mundo” y se confundía totalizante con
totalitario.
Aquel día la sala fue decorada de
manera especial, exquisita, el conductor dirigiría lo que él llamaba el
concierto más importante de su vida, el que sembraría su recuerdo en el
imaginario popular.
Todo estaba dispuesto para cuando llegó
el conductor. Las puertas de la sala estaban cerradas. Sólo permanecieron las
luces del proscenio. La larga alfombra roja había sido higienizada en horas de
la tarde. Un tenue olor a florecillas silvestres inundaba el recinto.
De pronto, la sala se ilumina, entra el
conductor, lleva en su mano derecha una batuta de oro con un gran diamante
incrustado en la punta, cuyo brillo iluminaba una parte del lugar cuando la luz
tocaba tan exquisita joya.
Los lugares principales estaban
ocupados por los jueces de los Tribunales Superiores, los Senadores y
Diputados, la Alta Clerecía, el Alto Comercio, los Gremios de Profesionales.
Aquel personaje de la picaresca criolla
llegó tarde, le abrieron las puertas, el conductor levantó la batuta, se
escuchó un fuerte coro de jueces y legisladores, de curas de comerciantes y
profesionales que gritaban: ¡impunidad, impunidad! mientras el Senador y el
conductor sonreían.
Tenían amarrada hasta la justicia.
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